Con fundamentos de científica y educadora, Melina Furman propone actividades y juegos increíblemente estimulantes para hacer con los chicos en casa.
“Guía para criar hijos curiosos” (Siglo XXI Editores), con prólogo de Diego Golombek, lleva como subtítulo “Ideas para encender la chispa del aprendizaje en casa”. Melina Furman es una bióloga que se dedica a la educación y a investigar “qué contextos nos ayudan a aprender y a enseñar mejor”, señaló sobre su tarea. “Mi trabajo se centra en entender cómo formar mentes curiosas y potenciar el pensamiento crítico, desde el jardín de infantes hasta que somos adultos”, agregó. LA CAPITAL publica un fragmento de este libro que estimula el aprendizaje de hijos e hijas.
“Como me dedico a la educación, siempre que charlo con padres y madres amigos y conocidos, todos suelen hacerme la misma pregunta: ¿a qué escuela me conviene mandar a mis hijos? Y por supuesto que elegir escuela es un tema muy importante, al que vamos a dedicarle un capítulo entero (el capítulo 8; los muy ansiosos ya pueden ir a buscarlo). Pero creo que esa preocupación que tenemos los padres sobre la educación de nuestros hijos, a veces tan centrada en el afuera (en la escuela o en las actividades que hacen los chicos fuera de ella), muestra algo tremendamente importante que nos está faltando. Algo que suele pasar delante de nuestras narices sin que nos demos tanta cuenta: cómo educamos a los chicos en casa.
Y con “educación en casa” no estoy proponiendo sacar a los chicos de la escuela y educarlos por nuestra cuenta. Ni tampoco hablo de enseñarles cómo portarse bien en la mesa, compartir con los hermanos o decirle “gracias” a la abuela. Tampoco me refiero a cómo ayudarlos con las tareas escolares. Hablo de algo mucho más grande, mucho más profundo: de cómo se construye el vínculo de los chicos con el conocimiento. De cómo se gesta y se sostiene el amor por aprender. De cómo los preparamos para desempeñarse en la vida. Porque esos aprendizajes se tejen en casa, desde los primeros años de vida y a medida que los chicos crecen. Y se construyen en los detalles, en las interacciones cotidianas entre padres e hijos, y también con los hermanos, abuelos, tíos y a veces hasta con los amigos de la familia.
¿Pero cómo hacemos? ¿Cómo preparamos a nuestros hijos para que tengan una buena vida? ¿Qué necesitan aprender? ¿Cómo encender y sostener la chispa del aprendizaje? ¿Cómo ayudarlos a desarrollar su autonomía? ¿Qué tipo de experiencias los van a enriquecer más? ¿Qué “caja de herramientas” podemos ofrecerles?
Para responder estas preguntas, tenemos que empezar por el principio: ¿qué significa para nosotros una “buena vida”? Sin lugar a dudas, las respuestas serán montones, casi tantas como madres y padres hay. Porque esas definiciones de “buena vida” resumen bastante bien quiénes somos: hablan de nuestros valores, de nuestra visión del mundo y de nuestras expectativas para los propios hijos.
Sin embargo, aunque no haya una definición única, seguramente muchos coincidimos en el deseo de que nuestros hijos puedan tener una vida rica en experiencias, en afectos y en propósitos. Una vida en la que puedan valerse por sí mismos, disfrutar de la cultura, mantener despierto el deseo de aprender, generar buenos vínculos con otros, tener equilibrio emocional, encontrar pasión en lo que hacen y dejar una huella positiva en el mundo.
Si compartimos esa definición, se abre entonces una nueva pregunta: ¿qué tipo de educación darles para que puedan tener esa buena vida? Y, para empezar a responderla, les propongo hacer un ejercicio introspectivo.
Hagan una lista: ¿qué aprendizajes les resultaron fundamentales para su vida personal y profesional?
Suelo hacer esta pregunta ante audiencias muy diversas, y en general encuentro fuertes coincidencias en aquellos aprendizajes que la mayoría de las personas consideran claves para el éxito personal y profesional. Además de los “imprescindibles” (leer, escribir, hablar, hacer operaciones matemáticas básicas), muchos señalan aprendizajes más complejos y transversales como el pensamiento crítico, la capacidad de resolver problemas, de colaborar con otros o de comunicar sus ideas. Hay quienes mencionan la capacidad de disfrutar de aquellos bienes culturales (la literatura, el arte, el conocimiento en general) que como humanidad hemos construido. Otros hablan de valores, como la solidaridad, la aceptación de las diferencias o la importancia del esfuerzo. O de la posibilidad de expresarse a través del arte. Algunos más se refieren a capacidades individuales, como la iniciativa o la persistencia ante las frustraciones. Y la lista de aprendizajes sigue, no hay modo de hacerla exhaustiva. Seguramente ustedes habrán añadido otros.
En este libro, la idea de una educación que nos prepare para la vida será el gran horizonte que guíe nuestras discusiones sobre cómo acompañar a los chicos en ese camino. A lo largo de las páginas iremos desmenuzando esta cuestión, e identificaremos algunos aprendizajes fundamentales, con la mirada puesta en cómo potenciarlos desde nuestro rol de padres.
La propuesta será pensar en la educación en un sentido bien amplio, que va mucho más allá de lo que sucede en la escuela y que abarca todas las experiencias de los chicos, incluso nuestras interacciones cotidianas con ellos desde que nacen. Porque educamos cuando jugamos con ellos, cuando disfrutamos una actividad compartida, cuando conversamos sobre un tema o elegimos deliberadamente enseñarles algo. Cuando los ayudamos con una tarea que les cuesta o marcamos los límites de qué cosas son aceptables y cuáles no. Y también educamos cuando estamos cansados, nos enojamos o tenemos otras prioridades en la cabeza. Educamos, queramos o no, siempre (¡aunque poder apretar el botón de pausa de vez en cuando no estaría mal, para darnos un respiro!).
¿Qué vale la pena aprender hoy?
Hoy ya no caben dudas de que el mundo se acelera a un ritmo vertiginoso. La exponencialidad del cambio tecnológico hace que no tengamos demasiadas herramientas para predecir cómo será el futuro cercano. Hay fuertes conjeturas en torno a la robotización del trabajo y a la desaparición de muchas profesiones, a los cambios que el desarrollo de la inteligencia artificial traerá aparejados, a los desafíos climáticos, de sustentabilidad y de desigualdad creciente que serán parte del escenario en el que nuestros chicos tendrán que vivir.
Estamos en un momento de oportunidad en el que hay un debate global sobre el rumbo de la educación en el futuro. En muchos círculos académicos y políticos se está discutiendo qué nuevas formas debería tener la escuela (o, incluso, si debería seguir existiendo tal como la conocemos hoy) para preparar a los niños y jóvenes para ese mundo del futuro.
Por eso, si coincidimos en que la educación tiene que preparar para la vida, una de las preguntas más acuciantes (y difíciles de responder) es qué vale la pena que los chicos aprendan hoy.
Y aquí les propongo avanzar más allá de las respuestas individuales que ensayamos en el primer ejercicio y tomar como referencia los aportes de especialistas de todo el mundo que vienen preguntándose, desde hace algún tiempo, sobre qué tenemos que aprender para vivir de manera plena en un mundo que en muchos sentidos es cambiante, incierto y cada vez más complejo. Un mundo vertiginoso, que parecería haber puesto un pie en el acelerador y en el que hay que ajustarse fuerte los cinturones.
¿Vale la pena que los chicos aprendan idiomas? ¿Que desarrollen la expresión artística? ¿El deporte? ¿La tecnología? ¿Qué y cuánto tienen que aprender de Matemática, de Historia, de Literatura, de Biología? ¿Qué otros aprendizajes son fundamentales, más allá de los que figuran en el currículo escolar? ¿Hay aprendizajes escolares que hoy convendría dejar de lado? ¿Cuáles y por qué?
La respuesta a estas preguntas no es única, ni mucho menos sencilla. Definir lo que vale la pena aprender en la actualidad es tema de acalorados debates, porque habla de nuestros valores más profundos como individuos y como sociedad. ¿Queremos niños que encuentren algo que los apasione? ¿Que tengan una buena cultura general? ¿Que se destaquen en algún campo? ¿Que sean creativos?
¿Independientes? ¿Que tengan voluntad de aprender por sí mismos? ¿Que encuentren su propia voz? ¿Que disfruten del conocimiento? ¿Que tengan hábitos de trabajo responsable y persistencia ante la frustración? ¿Que sepan trabajar en equipo? ¿Que puedan establecer buenos vínculos con los demás? ¿Que sean solidarios? ¿Que sepan qué hacer con su tiempo libre? ¿Todas las anteriores?
¿Sólo algunas? ¿Faltan otras importantes? ¿Qué priorizamos de todo eso?
Para empezar a responderlas, suelo hacer este ejercicio con familias y educadores. Imaginen a sus hijos e hijas como adultos: ¿cómo les gustaría que fueran?
Luego de elaborar una lista de características (independiente, solidario, curioso, emprendedor, reflexivo, etc.), respondan la segunda pregunta: ¿qué tenemos que hacer antes para ayudarlos a construir ese futuro? ¿Qué deberían aprender?
Aunque es difícil llegar a una única respuesta, en las últimas décadas existe cierto consenso entre los especialistas de todo el mundo sobre la importancia de formar algunas capacidades claves que generan una plataforma para el pensamiento, la acción y la posibilidad de aprender toda la vida. Estas capacidades implican poder comprender algunas grandes ideas en profundidad (es decir, no superficialmente) y usar el conocimiento para fines relevantes para uno mismo y para los demás, en situaciones auténticas. Desde este punto de vista, aprender implica ir más allá de la reproducción de saber fáctico, declarativo o enciclopédico (“¡mencionen todos los ríos de América sin repetir y sin soplar!”), que se consideraba señal de una buena educación hace no tanto tiempo. Por el contrario, implica que el conocimiento pueda darnos alas para disfrutar, entender, pensar y eventualmente transformar nuestro mundo.
Una de las fuentes inspiradoras de este consenso es el trabajo del filósofo y economista indio-bengalí Amartya Sen, que dedicó su vida a estudiar los procesos de desarrollo de las naciones, en especial las de economías más vulnerables. Sen recibió el Premio Nobel de Economía en el año 1998 y sus aportes han sido la semilla de los índices de desarrollo humano que hoy se consideran una medida de la prosperidad de los países, en tanto tienen en cuenta no sólo la riqueza (como el tradicional producto bruto per cápita), sino las condiciones de vida de la población, como el acceso a la salud y a la educación, la calidad ambiental y los lazos comunitarios.
En su obra, Sen habla de la importancia fundamental del desarrollo de capacidades. Y define las capacidades como las herramientas para transformar los derechos civiles en libertades reales que nos permitan alcanzar una vida que, en sus palabras, “tengamos razón para valorar”. Así, el foco de la educación deja de centrarse en los bienes (los conocimientos) y pone el acento en lo que las personas podemos hacer con ellos.
Y aquí vale una aclaración: cuando hablo de lo que las personas podemos hacer con el conocimiento no me refiero a un enfoque sólo utilitarista (es decir, a usar el conocimiento para la acción), sino también a entender el conocimiento como plataforma para dar sentido a nuestro entorno, para disfrutarlo, enriquecer nuestra mirada y ampliar nuestros horizontes. Hablo de un conocimiento que nos permita ser al mismo tiempo usuarios y protagonistas de la gran empresa humana que es la cultura en todas sus manifestaciones, lo que incluye las ciencias, las artes, el deporte, la política, la filosofía, las iniciativas sociales, la tecnología y tantas otras. Que nos ayude a sentir que somos parte de un flujo que nos trasciende.
El enfoque por capacidades ha recibido diferentes nombres. Tal vez el que más se ha popularizado es el de “habilidades del siglo XXI”, que alude al conjunto de saberes que se suponen necesarios para la participación plena en la sociedad de este siglo. Este enfoque habla de un saber y un saber hacer en contexto, en que el conocimiento cobra sentido en tanto nos permite comprender mejor situaciones, enriquecer nuestros intereses, extender nuestros puntos de vista y planear cursos de acción. Otro marco relacionado, muy extendido en el campo de la educación, es el propuesto por la Unesco, que habla de aprender a conocer, a hacer, a ser y a vivir juntos, como cuatro grandes pilares de la educación.
Desde esta perspectiva, una buena educación implica bastante más que adquirir saberes fragmentados y muchas veces superficiales, tradicionalmente incluidos en los programas escolares. Debe abarcar experiencias de aprendizaje profundo, conectadas con la realidad, que tengan sentido para quienes aprenden, y chances de importar en las vidas que los chicos van a vivir. Y, también, debe ocuparse de aprendizajes que en general se consideraban talentos innatos (que “nos tocaban” o “no nos tocaban” en suerte en la repartija inicial), pero que hoy se sabe que pueden ser fortalecidos desde la educación, como la creatividad, la capacidad de comunicar nuestras ideas o la de colaborar con otros de maneras productivas”.